Por: María Omnipotencia Suplicante, SSVM

En el año 1917, en un pequeño pueblo de Portugal, la Santísima Virgen María mostraba a tres niños de siete, ocho y diez años, los «terribles sufrimientos y grandes persecuciones” que padecería la Iglesia a lo largo del siglo XX. Probablemente aquellos niños no llegaron a comprender el alcance que aquella visión tendría, pero entendieron la imperiosa necesidad de rezar y ofrecer sacrificios por la conversión de los pecadores. Fue la misma Virgen quien pidiera a los pastorcillos de mantener aquella visión bajo completo silencio, y ellos, a pesar de su corta edad y las amenazas que sufrieron, fueron sumamente obedientes al mandato de la Señora. Por ello, el Obispo de Leiria conservó el secreto escondido durante años en una caja fuerte, hasta que en el año 1957 fue depositado en el Archivo del Santo Oficio, y sólo entonces empezó a ser leído por los Papas.

Sabemos que San Juan Pablo Magno, tras sufrir el atentado, pidió que le fuera llevado al hospital el sobre que contenía el secreto, y al verse identificado en él, reconoció la presencia de “una mano poderosa” que lo había protegido. Mano que, de la misma manera que desvió aquella bala mortal, era tan poderosa como para cambiar el destino de la humanidad y salvar a las almas de la muerte eterna.

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Durante tres largos años, en el taller de arte de nuestro monasterio, un lienzo imponente ocupaba un lugar privilegiado. Muchas de las obras que allí había, la mayoría en proceso de restauración, serían destinadas a otras casas. Pero aquel lienzo era para nuestra comunidad. La intención que tenía el proyecto era la de representar el tercer secreto de Fátima, dándole un estilo propio, pues se trataba de plasmar, al mismo tiempo, algunos elementos de nuestro monasterio y de nuestro carisma.

Al inicio, sólo se veía un simple boceto, algunas siluetas, una imagen todavía informe. ¿Qué santos iban a aparecer en el cuadro? A la hora de pintar a cada uno de los santos, se buscó que sus facciones reflejaran, al mismo tiempo, un intenso sufrimiento y gran serenidad, fruto de la ciencia y amor a la Cruz. Esta idea estuvo siempre presente a lo largo del proceso pictórico. Y aquellas figuras, poco a poco, fueron tomando rostro, historia y misión. El cuadro, La montaña de los mártires, que hoy podemos admirar, debe recordarnos, día tras día, que ellos son nuestros principales intercesores y modelos de vida, de quienes tomar ejemplo y cuyo espíritu imitar.

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En aquella visión, los pastorcillos contemplaron una montaña empinada, por la que subían «obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, personas seglares, hombres y mujeres de diversas clases y posiciones…»[1] y todos ellos, al llegar a la cima, eran cruelmente asesinados. El Santo Padre avanzaba entre los cadáveres, y al llegar a la cumbre, postrado de rodillas a los pies de la gran Cruz, moría, herido por un arma de fuego.

Podemos afirmar que el siglo pasado ha sido uno de los siglos de mayor persecución a la Iglesia Católica. «Satanás, en el S. XX., congregó contra Cristo y los cristianos fuerzas dispares y contrarias: filósofos inmanentistas y materialistas, historiadores desinformados y escritores que falsifican la verdad histórica; dictadores de distinto palo: nazis, liberales, comunistas, tecnocráticos…; masones; musulmanes fundamentalistas fanáticos; sectas anticatólicas; difusores de pornografía y droga; defensores del aborto. […] Todo ello ha provocado más de 45.500.000 mártires, que corresponden al 65% de los mártires que ha habido a lo largo de estos 20 siglos; una media de 1.250 mártires por día»[2]

Esta realidad tan desgarradora está representada en la visión, de “la montaña de los mártires”: la ingente cantidad de almas que, por defender la verdad de la fe católica, ha sacrificado la vida. Y el santo Padre está a la cabeza de ese interminable viacrucis, pues, como Vicario de Cristo, ha llevado sobre sus espaldas el peso de la Iglesia entera. Por ello la Virgen anunciaba que «la Iglesia y el Santo Padre sufrirán mucho».

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En la montaña hallamos representados a diversos santos, la mayoría mártires, y copatronos de nuestro monasterio. Siguiendo el sendero que conduce a la cumbre, iremos describiendo a los santos que aparecen a lo largo de la ascensión.

A los pies de la montaña contemplamos algunas comunidades religiosas mártires, cuya presencia nos ofrece un ejemplo de «fidelidad a la vocación y pertenencia gozosa a la Iglesia, sirviéndola a través de la propia identidad religiosa»[3]. Allí encontramos a las santas mártires de la Orden de la Visitación junto a los beatos mártires Claretianos de Barbastro, quienes murieron en la persecución religiosa española del 36. En el extremo opuesto encontramos a la beata María Estrella del Santísimo Sacramento y a sus diez compañeras, mártires en Polonia. En un plano superior se encuentran algunas hermanas de la Congregación de Franciscanas Misioneras de María, mártires en China. Abrazados por estas comunidades encontramos al matrimonio Ulma Niemczak y sus siete hijos, -el séptimo murió apenas hubo nacido-, quienes fueron martirizados por hospedar a una familia de judíos durante la invasión nazi en Polonia. La santa familia polaca nos recuerda la urgente necesidad de rezar por la santidad de las familias, intención que ha sido encomendada a nuestro monasterio.

Rodeando la parte central de la montaña aparecen los Santos Protectores de la Familia Religiosa, que de alguna manera nos recuerdan los elementos no negociables del carisma e interceden por nosotros. Así encontramos a San Juan de la Cruz junto a Santa Teresa de Jesús, y a la misma altura, pero en el lado opuesto, a San Ignacio de Loyola. Detrás de él, está San Luis María Grignion de Monfort, de quien hemos tomado el cuarto voto de consagración a María en materna esclavitud de amor. A los pies de los Doctores Místicos está el Padre Pío, quien se destaca por su amor al Sacrificio Eucarístico. Santo Tomás de Aquino ocupa un lugar central, refleja la importancia que tiene el Tomismo en nuestra formación.

Aproximándonos a la cima, aparecen otros de nuestros protectores. Así, a la derecha se encuentran el Beato Titus Zemann y Santa Lucía Wang Cheng, mártir en China; Santa Catalina de Siena, patrona de Italia, junto a Santa Clara de Asís, quien ha sido siempre invocada en nuestro monasterio, puesto que, antes de nuestra llegada, era un convento de clarisas. A la izquierda vemos a los Santos Inocentes, que de manera especial nos invitan a rezar por la defensa y dignidad de la vida humana. Los Santos Luis y Celia Martín nos ofrecen un modelo de lo que toda familia cristiana debería ser: una auténtica iglesia doméstica que dé también a la Iglesia santas vocaciones. A sus pies hay una joven abrazada a una bandera: si Santo Tomás nos recuerda que debemos ser metafísicas, Santa Juana de Arco nos llama a ser guerreras de la fe.

Tres soldados romanos llaman nuestra atención: son los patronos de la ciudad de Tuscania, conocidos como los mártires de Tuscania. Se aparecieron sobre las murallas del Monasterio para defender a la ciudad, y su presencia en este lugar debe ser siempre recordada. Si los observamos con detenimiento podemos apreciar que uno de ellos sostiene entre sus manos el Monasterio. Este símbolo, más allá de manifestar la especial protección que ofrecen a nuestra casa, sirve para encuadrar a toda nuestra comunidad entre los santos y mártires que ascienden la montaña, nos invita a vernos contenidas en aquella imagen, y a recordar que, en virtud de nuestra consagración a Dios, también nosotras hemos abrazado el martirio y debemos vivir con espíritu martirial.

En nuestra ascensión alcanzamos a Santa Teresita del Niño Jesús, proclamada Doctora de la Iglesia y Patrona de las misiones, ella nos enseña la creatividad apostólica y misionera. Es conocida la devoción que profesaba a San Teófano Vénard, sabemos cuánto le consoló acudir a él durante sus enfermedad y muerte. Por ser el patrón de todos nuestros monasterios, él aparece también en el cuadro, protegiendo a la Santa. Asimismo, junto a ellos, representando a los dos pulmones con los que respira la Iglesia y la Congregación, aparece el Beato Oleksa Zaryckyj, ucraniano, sacerdote y mártir en el campo de concentración de Karagandá, en Kazajstán, director espiritual de nuestra hermana María de Todos los Santos Fix.

Acariciando la cumbre, encontramos a los guardianes por antonomasia del Monasterio: Santa Gema y San Pablo, principales patronos del Noviciado y del Estudiantado, respectivamente. A su intercesión encomendamos estos años de formación. San José ha querido mostrar el amor que tiene a nuestro monasterio, pues se ha dignado visitarlo[4], por ello, y por ser el Patrón del Instituto, ocupa un lugar importante en el cuadro.

A la sombra de la Cruz, como estuvieron en el Calvario, encontramos a San Juan Evangelista y a Santa María Magdalena, cuyo amor al Redentor no desfalleció ni siquiera frente a aquel doloroso tormento.

Nuestro Señor Jesucristo, colgando del madero, ocupa el lugar más elevado. «Cuando sea elevado sobre las alturas, atraeré todas las cosas hacia mí» (Jn 12,32). Nuestro amor al Dios encarnado debe manifestarse en el amor a las tres cosas blancas, también presentes el en cuadro: del mismo blanco que cubre al Salvador, a sus pies, está la Eucaristía, por la que nos unimos al sacrifico del Calvario; en un costado del leño, la Santísima Virgen, de quien el Verbo tomó carne, y en el otro costado, el Santo Padre, el Dulce Cristo en la tierra. Podemos contemplar el dolor de un Papa Santo, que es además nuestro Padre Espiritual, consagrando el mundo entero al Immaculado Corazón de María, el día en que nacimos como Congregación.

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Volviendo a la visión en la que la Virgen mostraba cuánto sufrirían la Iglesia y el Papa, debemos recordar que no es la muerte la que tiene la última palabra. La muerte, tras la Resurrección de Cristo, ha sido vencida. Por ello, el tercer secreto de Fátima no se limita a describir estos hechos, el odio, la destrucción… sino que al mismo tiempo muestra el poder, la fuerza y la victoria que hay detrás de cada una de estas muertes. La sangre de los mártires no ha sido derramada en vano. Su sangre se une a la sangre de Cristo; «Bajo los dos brazos de la Cruz había dos Ángeles, cada uno de ellos con una jarra de cristal en la mano, en las cuales recogían la sangre de los Mártires y regaban con ellas las almas que se acercaban a Dios».[5] La sangre de los mártires, unida a la sangre de Cristo, tiene el poder y la eficacia de «hacer nuevas todas las cosas» (cfr. Ap. 21,5). Del costado abierto de Cristo nace la Iglesia, y con su sangre, esta queda lavada y embellecida. La sangre de los mártires cae en tierra como el grano de trigo, y crecerá y se multiplicará. La sangre de los mártires dará también abundantes hijos a la Iglesia, abundantes frutos de santidad.

El paisaje que observamos tras la montaña es el paisaje que podemos admirar desde un ángulo del monasterio, en el amanecer de un día de verano, que es cuando empieza la cosecha. De esta manera la montaña de los mártires queda enmarcada dentro del monasterio, nos indica cuál es el camino que debemos recorrer, nos brinda un ejemplo a imitar, nos ofrece intercesores a quienes debemos acudir.

Que sepamos contemplar el cuadro, y penetrar en el profundo mensaje que encierra: «el amor sólo es auténtico cuando conlleva la donación total de sí». «He aquí la esclava -servidora- del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).

Hna. María Omnipotencia Suplicante

Monasterio San Paolo, Tuscania

[1] DOS SANTOS Lucía, Relato del 3 de enero de 1944

http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20000626_message-fatima_sp.html

[2] BUELA, Carlos Miguel, El Señor es mi pastor. Memoria y Profecía, 2022, pág. 393

[3] Id. pág. 763

[4] San José se apareció en 1871 a una religiosa clarisa que estaba enferma.

[5] DOS SANTOS Lucía, Relato del 3 de enero de 1944

http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20000626_message-fatima_sp.html