Por: Sem. Harley Duarte Carneiro, IVE

“¿Qué es el tiempo?” Cierta vez se preguntaba San Agustín, sin arrojar esfuerzos en intentar descifrar este enigma, se lanzó a un intento pero que, al fin, en su estilo bien característico, concluyó diciendo: “Si nadie me lo pregunta, lo sé. pero si tuviese que explicárselo a alguien no sabría cómo hacerlo.” Y es que, en realidad, el hombre tiene un lugar especial dentro del universo creado por Dios, dentro de lo que es la realidad, el hombre está en el centro, “en el horizonte de lo corporal y de lo espiritual”1, “en el confín entre el tiempo y la eternidad”2.

En nuestras vidas personales, en nuestras experiencias apostólicas, pastorales, en nuestras vivencias espirituales, en nuestras relaciones con las almas, con Dios, estamos a todo el tiempo envueltos en una mezcla de instantes intensos, sensaciones de impotencia, responsabilidades, fardos pesados, alegrías que nos dejan eufóricos, tristezas que nos quitan las ganas, actos que requieren un ínfimo instante para ocasionar un peso bastante significativo sobre las consecuencias que trae consigo. Esta realidad la vivimos a todo tiempo, el pecado es el ejemplo más significativo y marcante de esta verdad, actos temporales que pesan en la eternidad. Pero no es el único. Muchos de ustedes, miembros de nuestra pequeña Familia Religiosa han tenido la gracia ya de realizar sus votos perpetuos, gracia que a mi y al seminarista Douglas Siqueira, nos ha tocado el último 6 de agosto, fiesta de la Transfiguración del Señor, fiesta propia de nuestro carisma.

Durante la emotiva celebración presidida por nuestro superior provincial, el P. José Gabriel Vicchi, y con la presencia de varios misioneros nuestros de diversas partes, tuvimos la gracia de darnos del todo al Todo, sin hacernos partes (Santa Teresa de Jesús), de modo definitivo y perpetuo. La ansiedad que sigue siempre estos grandes momentos, da lugar a la emoción, el fuerte latir del corazón en los instantes previos al inicio de la Santa Misa, suben de nivel y la mezcla de alegría, emoción, realización, etc, etc, etc. hacen con que las palabras casi no salgan, que las lágrimas luchen por dejarse bajar por las mejillas, es una entrega importantísima, uno se está entregando por completo para siempre, nuevamente ahí nos damos cuenta de esta dimensión que hablábamos, actos, instantes que duran para la eternidad.

La emoción de hecho es enorme. Cuando uno se arrodilla y luego se postra para poder implorar junto a la asamblea, el auxilio de la cohorte celeste; cuando se levanta ya habiendo recibido el auxilio necesario para encender el fuego y quemar las naves; cuando empezamos a pronunciar las tan hermosas palabras de nuestra fórmula: Por el amor…; cuando pasamos al altar del Sacrificio Eucarístico de Nuestro Señor Jesucristo para allí, firmar con tintas y sellar con la vida la entrega que acabamos de hacer; cuando volvemos a arrodillarnos, ya siendo nada, nada, nada, para por medio de la oración consagratoria, continuar siendo un nada, pero ahora consagrado a Dios, total y perpetuamente, para reproducir a todo momento la vida del propio Cristo en nosotros… Todos estos momentos, van sucediéndose como instantes, pasan demasiado rápido para que nos demos cuenta de la grandiosidad de ellos, son instantes que en fracciones de segundos se terminan temporalmente, pero que nos introducen en una esfera, en una realidad donde el tiempo no es absolutamente nada. Nos inmergimos en la eternidad de un modo totalmente sobrenatural por medio de estos instantes. Instantes que, muchas veces, por la mezcla de emociones que llevamos en el pecho, se hacen más rápidos y más difíciles todavía de apreciarlos cómo son de hecho.

Cuando uno se da del todo al Todo, la unión entre el Creador y la creatura, entre El Infinito y el finito, entre el Todo y la nada, uno percibe la verdad más consoladora que Nuestro Señor Jesucristo nos vino a revelar, que San Pablo la resume en sencillas palabras diciendo: “Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo, es decir, vivimos en este confín entre el tiempo y la eternidad, pero somos de allá. La entrega que hacemos es un paso donde quitamos un pie del tiempo y lo reposamos en la eternidad, mientras el otro va siguiendo el camino hacia su meta. En fin, son estos instantes que duran para la eternidad…

Sem. Harley Duarte Carneiro, IVE

 

[1] S. Th., I, q. 77, a. 2; C. G., II, 82.

[2] In I De Causis, lect. II, s. 15.