Por: Hna. Maria Mater Unionis, SSVM

Fairbanks, Alaska, 14 de diciembre de 2022

Querida Familia Religiosa,

            Si yo pudiera describir Alaska en una palabra sería: intensa. La misma naturaleza es la que nos dice: «Queridos alaskeños, acá no hay lugar para hacer las cosas a medias, no hay espacio para mediocridad. Si hay que hacer algo, que sea de cuerpo entero, porque no hay como negociar bocados. Si quieres luz, te la daremos por 24 horas. Si quieres oscuridad, te envolveremos en ella por meses. Si quieres ver paisajes hermosos y luces extraordinarias, te lo daremos en una dosis que volvería loco a un poeta». De Alaska se podría decir que se parece al reino de los Cielos: padece violencia y solo los violentos la arrebatarán, porque Alaska es lugar de extremos.

Por eso, desde que conocí al padre Segundo Llorente, siempre me admiré de cómo pudo él pasar acá cuarenta años. Obviamente, nunca dudé de que los dos amores de su corazón misionero lo sostuvieron a lo largo de los años: el amor por Jesucristo y el amor por las almas. Pero igual, al estar acá en Alaska y releer sus escritos, poco a poco voy desvelando sus misterios y uno de ellos es su espiritualidad seria, hecha carne en su devoción a San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús.

Sus padres carmelitas

En 1980, cuando Segundo ya no estaba más viviendo en Alaska, escribió a las carmelitas diciendo que él había recibido la «carta de Hermandad con la Orden del Carmelo descalzo firmado por el actual Superior General en Roma. Con esto ya tengo dos clavos a qué agarrarme cuando me muera: la Compañía y el Carmelo»[1]; y en otra ocasión: «ya saben que tengo Carta de Hermandad con la Orden Carmelitana firmada por su P. General, que por cierto es español. De este modo todo lo que toca a la Orden del Carmen, me toca a mí en las niñas de los ojos»[2].

Pero muchos años antes, cuando todavía era misionero en Alaska, se dirigía a las carmelitas diciéndoles: «Ayer me llegó su hermosa carta y hoy (fiesta de nuestra Santa Madre Fundadora) se la contesto con mucho gusto de mi alma»[3]. “Nuestra Santa Madre Fundadora” es Santa Teresa de Jesús.

Y de San Juan de la Cruz dice: «En Úbeda estuve en el recinto (ahora corillo) donde falleció nuestro santo Padre S. Juan de la Cruz»[4].

Podríamos poner muchas más citas con las que Segundo Llorente comenta la espiritualidad de estos santos carmelitas. A Segundo le gustaba visitar los conventos y, terminada la refección, exponer por horas algún punto de la vida interior comentando algo de San Juan de la Cruz o Santa Teresa, porque él decía: «Hay en las almas, en muchas al menos, una sed insaciable de Dios»[5]. Pero sabía reconocer que «les hablaba de la doctrina de santa Teresa de Jesús y los escritos de san Juan de la Cruz. A mí me hacía más bien que a ellas»[6].

Creo que, junto a su íntima relación con Jesucristo vivo en el sagrario y su celo por las almas, fue esa su espiritualidad seria la que le hizo soportable los años en Alaska, que, en aquella etapa de primera evangelización del país y sin las tecnologías modernas, sin duda no fueron fáciles.

La misma naturaleza

Hay quien dice que Alaska ya no es más Alaska y usando las palabras del mismo Segundo lo repiten: «La Alaska de hoy está muy lejos de la Alaska que vieron los primeros misioneros…», generando así controversias, muchas veces bañadas de ilusiones y fantasías, pues estamos hablando de un lugar lleno de misterios.

Seguramente la tecnología y todo el trabajo de evangelización de más de cien años trajeron muchos beneficios e importantes cambios. Los misioneros ya no tienen que ir en trineos de una aldea a otra, ni esperar tres meses para que lleguen las cartas; la mayoría de las casas cuenta con calefacción y uno no tiene que helarse hasta que la madera empiece a quemar en la estufa (aunque haya muchas familias que todavía viven solo con la estufa). Pero eso es todo lo que la tecnología puede hacer, de la puerta para fuera estamos delante de la realidad de lo que es Alaska: ningún avance tecnológico es capaz de detener la nieve cuando esta empieza a caer, ni de evitar las veinte horas de oscuridad durante el invierno, ni de hacer que el sol de la medianoche se ponga, que los mosquitos respeten más a los humanos, sin mencionar las consecuencias que no a pocos les toca sufrir por el vivir en un lugar de extremos tan aislado de todo.

Decía el mismo padre Segundo: «El que espere de Alaska novedades y poesías, que no venga; porque se va llevar tal chasco, que correrá peligro de echarlo todo por la borda. Asimismo son indeseables (y no caigan en la tentación de venir) los caracteres serios, los pesimistas, los mandones, los melancólicos y los endebles»[7].

El fracaso del sol

El verano no conoce oscuridad, hay luz afuera prácticamente las 24 horas del día. «Fue una noche terrible, aunque sin oscuridad. No perdamos de vista que en junio se puede leer un periódico a media noche»[8] y eso lo pudimos experimentar el primer día que llegamos cuando el obispo bendijo la casa a las 22 hs sin más ayuda que la luz del sol.

Pero el espectáculo del verano no cuenta solo con el sol de la medianoche: «en mediados de mayo, los días comienzan a alargarse descomensuradamente y el sol derrite la nieve de las llanuras, dejando al descubierto la espesa capa de hielo que cubre los río»[9]. Y fue exactamente eso que vimos con nuestros propios ojos: presenciamos la batalla final entre la nieve y el sol.

La gente, además, ya nos había avisado que un día nos despertaríamos y todo estaría verde. Y así fue. Me acuerdo como si fuese ayer cuando, volviendo a la casa, vimos todo transformado de la noche para el día. Todo tan verde, el cielo azul, el agua cristalina, flores por todas partes…, y los mosquitos empezaron a ser nuestra compañía fiel. Y eso porque mientras dormimos el sol sigue trabajando.

Durante los meses de verano, veía la gente correr de un lado a otro, afanada, por así decirlo, con ansias de hacer todo, como si después de eso se siguiera el fin del mundo. Algo extraño resultaba mirar por la ventana después de un viernes de eutrapelia y ver al sol ahí, firme y fuerte.

No sé si podría decir que entre mayo, junio y julio vimos algún día la puesta del sol… Sí vimos su intento de ponerse, intento medio fracasado, ya que todavía lo veíamos. Hoy, como setenta años atrás: «ya estaba puesto el sol, pero se veía. De hecho, la puesta del sol era como para volver loco a un poeta»[10].

¿Qué diferencia notaba yo entre Brasil y Alaska en aquel entonces? Ninguna. Mejor: llamaría a Alaska un Brasil prolongado. Pero la historia no termina acá: «en Alaska no hay cuatro estaciones como en los trópicos. Según unos, no hay más que dos estaciones: la del hielo y la del deshielo. Según otros, hay tres: ocho meses de invierno, tres de primavera y uno de otoño»[11]. Pero algo susurraba en nuestros oídos: «en tiempo de consolación, hay que guardar fuerzas para la desolación».

El espectáculo de la oscuridad y la nieve

La escena ha ido cambiando despacio y sin darnos cuenta fuimos perdiendo tiempo de luz. El verde se transformó en un hermoso amarillo que a algunos les hacía recordar a San Rafael, Argentina. Luego los árboles empezaron a perder sus hojas, el frío comenzaba a hacerse sentir y durante dos semanas por todas partes nos invitaban a una fogata. Todos sabíamos lo que estaba por venir.

 

Se lo dijo el padre superior a Segundo cuando recién llegado: «Aquí – añadió – se siente el frío menos que en Europa o América, por la sencilla razón de que aquí estamos preparados para recibirle. Allá afuera no esperan un invierno crudo y cuando este llega, a tiritar todo el mundo. En cambio, aquí damos por supuesto que el frío es atroz, y nos abrigamos de suerte que el frío no tiene por dónde entrarnos. Aquí el vestido es como la coraza en las guerras de la Edad Media»[12].

Todo el mundo daba por supuesto que el frío es atroz y mientras los de Alaska hablaban en Fahrenheit (°F) diciendo que 14°F no era nada, yo ya estaba tiritando, sintiendo por primera vez en mi piel los -10°C. No llegábamos a entendernos. Pero ellos me consolaban diciendo que cuando llegásemos a 40 grados bajo cero, °F y °C serían hermanos mellizos.

Llegaron los grados negativos y con ellos la nieve. Todo se puso blanco y mientras los adultos miraban la nieve con lastima, los niños exultantes sacaban sus trineos del garaje y empezaban la diversión del deslizarse por las calles adornadas de nieve.

Hay mucha, pero muchísima nieve. Como dije, la nieve acá es la lástima de los adultos y el júbilo de los niños. Ahora en diciembre tenemos alrededor de cuatro horas de luz. Digo cuatro horas de luz, porque el sol sale, pero no llegamos a verlo, sino que apenas intuimos su presencia por la luz. El sol sale a las 11 de la mañana y nos despedimos de él a las 14:40 de la tarde.

Quisiera terminar esta crónica con una cita de Segundo Llorente que describe bien el vivir en Alaska: «Yo, enraizado en los hielos eternos de la península alaskeña, me subo al campanario de Akulurak y esparzo los ojos por esta Alaska inmortal donde todo es encantador, porque todo está encantado. Alaska, Alaska, país encantado y encantador ¿qué más? Aunque te falten flores y frutos, cielo azul y tiempo benigno, tienes en cambio tales prerrogativas que con razón te vanaglorias de ser el ideal que puede soñarse y el extremo de la hermosura que pueda desearse»[13].

Ahora puedo decir yo misma que Alaska cuenta con los extremos de la hermosa, sus veranos e invierno pueden volver loco a un poeta, a quien le faltarían los versos para describirlos. Termino con esta oración del héroe y misionero de los eternos hielos: «Jesús mío, que este frío exterior no sea un símbolo del frío interior que reina en nuestros corazones para contigo»[14].

¡Muy feliz día de San Juan de la Cruz!
Entre el cielo y la nieve, en Cristo y María,
Hna. Maria Mater Unionis

[1] A las Carmelitas descalzas de la Encarnación. Ávila, 25 de noviembre de 1980. Cf. Cartas desde Alaska, p. 148.

[2] Carta a las carmelitas descalzas de Duruelo. Ávila, 8 de febrero de 1985. Cf. Cartas desde Alaska, p. 188.

[3] A las Carmelitas descalzas de San Francisco. California, 15 de octubre de 1965. Cf. Cartas desde Alaska, p. 110.

[4] A las Carmelitas descalzas de San Francisco. California, 12 de julio de 1965. Cf. Cartas desde Alaska, p. 106.

[5] Memoirs of a Yukon Priest, 201-210.

[6] Idem.

[7] En el país de los eternos hielos, 92-102.

[8] CMB, 177-186.

[9] En el país de los eternos hielos, 121-129.

[10] CMB 110-122.

[11] De la desembocadura del Yukon, 46-100.

[12] En el país de los eternos hielos, 69-79.

[13] Crónicas akulurakeñas, 143-150.

[14] Trineos y esquimales, 222-227.