Por: P. Tito Paredes, IVE (Argentina)
Queridos todos,
Habitualmente escribimos para contar alguna gracia particular que Dios nos concede en nuestra tierra de misión, sin embargo, hoy quisiera compartir con ustedes una que Dios nos concedió en el tiempo de vacaciones. Sin más preámbulos quiero referirme a la beatificación de los “Mártires del Zenta”: el jujeño Pedro Ortiz de Zárate, sacerdote diocesano, y el italiano Juan Antonio Solinas, sacerdote profeso de la Compañía de Jesús, asesinados por odio a la fe el 27 de octubre de 1683 en el Valle del Zenta (Argentina).
Considero que es una gracia singular que Dios Nuestro Señor nos ha concedido porque fueron ellos los que plantaron a Jesucristo en estos pagos y concelebrar en la S. Misa de Beatificación además de ser un acto de justicia es una delicadeza de Dios para con nosotros para que agradezcamos por sus vidas y nos inspiremos en ellos, campeones del amor y entrega a Jesucristo y a las almas.

Decía San Agustín: «Quienes daban muerte a los mártires ignoraban que, en realidad, su sangre era como una semilla. De hecho, cayendo en tierra unos pocos, brotó esta cosecha. Era, pues, preciosa ante el Señor la muerte de sus santos incluso cuando a los ojos de los hombres parecía sin valor. Pero qué es lo que da valor a aquella muerte sino la muerte del Santo de los santos, es decir, del Señor, la primera semilla de la que ha germinado la Iglesia. Cristo se hacía semilla y germinaba la Iglesia… Seminabat Christus et pullulabat Ecclesia»[1]. Nosotros somos hijos de esa Iglesia.
Paso a relatar la historia de los nuevos beatos[2]. La historia los recuerda como los «Mártires del Zenta» por haber regado esta patria con su sangre en valle del Zenta, ubicado en el noroeste argentino que se encuentra entre las provincias de Jujuy y Salta. De estos sólo se conocen los nombres del sacerdote jujeño Pedro Ortiz de Zárate y del jesuita de Cerdeña, Juan Antonio Solinas. Del resto solo se sabe que había un Cacique de nombre Jacinto, dos españoles, un negro, un mulato, una mujer indígena, 2 niñas y 16 indios.
Don Pedro Ortiz de Zárate
Pedro Ortiz de Zárate nació en Jujuy, en una familia aristócrata. Como suele suceder en estos casos, la fecha exacta de su nacimiento se desconoce, aunque la ubican entre los años 1622 y 1623. Su padre era el encomendero Juan Ochoa de Zárate, un hombre muy influyente. Su madre, Bartolina de Garnica, santiagueña, le inculcó una profunda educación religiosa, aunque también fue instruido en el manejo de las armas y las leyes. En su juventud fue educado por los jesuitas jujeños.
A los 22 años, Pedro fue designado alcalde de la ciudad de Jujuy. A mediados de 1628, los españoles habían fundado dos poblaciones en la región del Chaco: Fuerte Ledesma y Santiago de Guadalcázar. Los indios de Mataguay, enemigos de los españoles, atacaron esta ciudad dos años después, y mataron al párroco, el padre Juan Lozano.
Después de la muerte de su padre en 1638, Pedro obtuvo todos los derechos de las encomiendas de Jujuy, Humahuaca, Sococha y Ocloyas, lo que le otorgaba un enorme poder sobre los pueblos indígenas. Mientras tanto, los aborígenes asolaban las misiones, matando un gran número de sacerdotes. Esto sucedió con el padre Gaspar Osorio, el padre italiano Antonio Ripario y el estudiante Sebastián Alarcón, ultimado por los chiriguanos. A todos ellos, Pedro los conocía.
A pesar de que su verdadero deseo era entregarse al sacerdocio, el cuidado de su patrimonio lo hizo seguir el consejo de los padres jesuitas y se casó el 15 de septiembre de 1644 con la hija del fundador de la ciudad de Jujuy, Petronila de Ibarra y Murguía. Así se unían dos familias poderosas y que se encontraban enfrentadas entre ellas. Tuvo dos hijos con ella, Juan Ortiz de Murguía y Diego Ortiz de Zárate. Su fortuna se había acrecentado tanto, que para recorrer la totalidad de sus tierras debía cabalgar 400 kilómetros. Pero después de diez años de matrimonio sobrevino una desgracia: su mujer murió en el derrumbe de una casa.
Pedro, ya viudo, le entregó sus hijos a su suegra, María de Argañarás, para que continuaran con su educación, y decidió, ahora sí, tomar los hábitos. Estudió filosofía y teología en la Compañía de Jesús de Córdoba y a su regreso, después de un paso como cura en Humahuaca, fue elegido párroco de San Salvador de Jujuy en mayo de 1661, cargo que ostentó durante 24 años. Uno de los rasgos salientes de su misión como sacerdote fue su permanente recorrida por sitios remotos de la región chaqueña para llevar la palabra de Dios a los pueblos indígenas. También los sacrificios a los que se sometía para lograr sus metas. Uno de los ejemplos que se relata es cómo consiguió la confesión de los pecados de un condenado a muerte. Después de intentar su palabra mediante la palabra, y habiendo fracasado, regresó por la noche, se desnudó y comenzó a flagelarse con un látigo. El reo, conmovido, comenzó a hacer lo mismo, hasta que se decidió a hablar.
Para pacificar la región entre indios y españoles Dom Pedro sabía que el mejor medio era la evangelización de toda la región chaqueña por eso siempre promovió una campaña evangelizadora y no por las armas. Gracias a su influjo en enero de 1677, el cabildo jujeño envió un pedido al Rey en ese sentido. Y cuatro años después llegó la respuesta positiva. Pedro ya era sexagenario, tenía para la época una edad muy avanzada, pero decidió encarar la empresa. Y entre los jesuitas que lo acompañaron estaba el Padre Juan Antonio Solinas y Diego Ruiz.
Padre Juan Antonio Solinas, S.J.

Italiano, oriundo de Oliena, en la isla de Cerdeña, Solinas nació en el año 1643. Fue educado también por los jesuitas. Fue allí cuando escuchó hablar de las reducciones jesuíticas en tierras de los guaraníes. A los 20 años ingresó en el noviciado de Cagliari, donde lo reclutó el padre Cristóbal Altamirano, que debía marchar al Paraguay con 35 religiosos. Antes de embarcarse con rumbo a América, se ordenó sacerdote en Sevilla.
El primer lugar del nuevo continente que pisó fue Buenos Aires, adonde arribó el 11 de abril de 1674, después de navegar cinco meses desde Cádiz. Sus biógrafos lo describieron como “moreno, de pelo y barba negros, mediano de cuerpo y de veintiocho años”. Su primer destino fue Córdoba. El fin era terminar sus estudios, lo cual no alcanzó a lograr por su insistencia en ser enviado a misionar lo antes posible.
Después de tres años en Santa Fe, fue derivado alrededor de 1678, a la Reducción de Itapuá, en lo que hoy es Encarnación, Paraguay. Allí aprendió enseguida la lengua guaraní y se cuentan dos milagros que realizó. El primer milagro se obró luego que diecisiete niños murieron por una enfermedad contagiosa. Las madres de los niños sanos fueron a ver al padre Solinas, que les pidió que los llevaran a la iglesia de la Reducción. Allí, les impuso la imagen de San Ignacio de Loyola y los niños se curaron. El segundo sucedió en la Reducción de Santa Ana, alrededor de 1679. Una mujer indígena sufría dolores insoportables luego de dar a luz a un niño. Enseguida le sobrevino una hemorragia. El padre Solina fue a su casa para administrarle los Sacramentos y le hizo tener un anillo que en Roma había sido puesto en un dedo de San Francisco Javier. En ese momento hubo un derrame de la sangre infectada y la mujer se sanó.
Cuando terminó su misión en Corrientes, Solinas fue enviado a tierras de los indios hohonás. Tanto los conquistó con su carácter, que cuando llegó el momento de marcharse, no lo dejaban ir. De allí fue a Colonia del Sacramento, adonde los portugueses habían destruido las reducciones indígenas. Decididos a recuperar la fortaleza, el padre Altamirano -a cargo de las reducciones- y el gobernador de Buenos Aires, Garro, se pusieron de acuerdo para formar una fuerza militar y marchar a la banda oriental. Tres mil guaraníes fueron reclutados; y el padre Solinas, junto con otros tres sacerdotes, los acompañó a lo largo de más de mil kilómetros por caminos difíciles, llenos de ríos y pantanos que vadear. El 7 de agosto, con la victoria sobre los portugueses consumada, los jesuitas brindaron los sacramentos a los malheridos, fueran ellos españoles, portugueses, guaraníes o tupíes.
En 1681 fue destinado a la Reducción de San José. Finalmente llegó su última misión hacia el Chaco junto al padre Diego Ruiz y Don Pedro Ortiz de Zárate. En el interior de esta región se encuentra el valle de Zenta, ubicado entre los ríos Iruya, Pescado, Bermejo, Colorado y Santamaría. En el centro se encuentra la ciudad de San Ramón de la Nueva Orán. Allí vivían un gran número de tribus, animadas por el buen clima de la zona. Estaban los mataguayos, los veyoces, los chiriguanos (guerreros y antropófagos), los mocovíes y otros más. Carecían de cultos establecidos y deidades, con excepción de un gran espíritu al que llamaban Hojtój y el diablo, que neutralizaban con un ritual llamado Tacjuaj.
La conquista espiritual del Chaco y el Martirio
La expedición misionera estaba compuesta por el Padre Don Pedro y los jesuitas P. Juan Antonio Solinas y P. Diego Ruiz. El 2 de mayo de 1683 Don Pedro y un pequeño grupo salió de Humahuaca (Uquía, más precisamente). Tres días después a los pies de la sierra del Zenta se le unieron los otros dos jesuitas. El P. Diego Ruiz, es quien nos narra los pormenores de la expedición diciendo que fueron muchas las dificultades del camino: debieron subir y bajar los 4550 metros de la precordillera entre Salta y Jujuy, soportar las lluvias y una invasión de mosquitos -a pesar de ser invierno- que “desfiguraban el rostro y las manos” de los misioneros.
El primer contacto lo tuvieron en las cercanías del Fuerte Ledesma. La misión se estableció en la capilla de Santa María (a unos tres kilómetros de la actual localidad salteña de Pichanal). Cada vez eran más los aborígenes que se acercaban, pero ninguno quería llevarlos al territorio de los Vilelas, un viaje que demandaba alrededor de 20 días. Los sacerdotes vieron que esa intención sería impracticable, además porque esta tribu no hablaba la lengua guaraní, y sería imposible comunicarse con ellos. Los misioneros, entonces, contactaron a mocovíes y mataguayos, que azuzados por sus hechiceros desconfiaban de las intenciones de los jesuitas. Mientras estos acontecimientos sucedían, el padre Ruiz marchó a Salta en busca del otro misionero y víveres para el verano. En octubre de 1683, Ortiz de Zárate y Solinas recibieron el mensaje que la expedición estaba en camino hacia Santa María, ya habían construido cabañas y los esperaban junto a 23 personas que componían la misión: dos españoles, un mulato, un negro, una mujer aborigen, dos niñas y 16 indígenas.
Cerca del 20 de octubre, salieron al encuentro de la caravana del padre Ruiz. No la hallaron, y a los tres días, cuando regresaron a la capilla de Santa María, notaron que el número de aborígenes que se habían acercado era mucho más numeroso: había unos 500 (150 tobas y cinco caciques mocovíes con sus hombres, sin mujeres ni niños) armados y con el cuerpo pintado como lo hacían para guerrear. No había soldados para defenderlos en caso de un ataque, ya que el padre Pedro los había hecho marchar, seguro que su palabra y los ofrecimientos de alimentos a ellos bastarían para mantener la paz.
En la noche entre el 26 y el 27 de octubre, un cacique mataguayo les había advertido la noche anterior que los caciques mocovíes, al mando de 500 guerreros, pensaban traicionarlos. Ellos lo escucharon y dedicaron las horas siguientes a preparar su alma, por si acaso había llegado la hora -luminosa para ellos- de entregar la vida por Dios. Los religiosos, acompañados por un pequeño grupo de laicos, estaban desarmados. Habían enviado de vuelta a los soldados de un fuerte cercano para no generar resquemores. Estaba próxima la llegada de nuevos misioneros al mando del padre Ruiz y víveres para pasar el verano. Recién terminaban de celebrar misa. Y el ataque sucedió. Incitados por sus hechiceros, armados y con el cuerpo pintado para la guerra, los mocovíes se abalanzaron sobre los misioneros, les dispararon flechas, los acuchillaron y los decapitaron. Luego asesinaron a 18 laicos que los acompañaban: dos españoles, un negro, un mulato, una india, dos niñas y once indígenas. De ellos, la historia olvidó los nombres. A todos los desnudaron, les cortaron la cabeza y los mataron a flechazos. Se fueron aullando con sus cráneos, que canibalizaron y usaron como copas para beber. Sólo pudieron escapar de la masacre quienes habían salido al encuentro de la comitiva y un aborigen a caballo, que huyó a Humahuaca.
Al llegar el padre Ruiz y el capitán Lorenzo Arias a la reducción, encontraron el sangriento escenario totalmente desierto. Pero detuvo al soldado que deseaba ir en persecución de los aborígenes que los habían asesinado, porque sostuvo que ellos habían llegado para evangelizar y no para matarlos.
Una última anécdota…
Si todavía están leyendo les cuento una última anécdota. Cerca del pueblo natal del padre Solinas (que tenía 40 años en el momento de su martirio), la noticia llegó en el mismo momento de los asesinatos, mucho antes de que se hiciera oficial. Cuando se disponían a cenar en el convento de Bitti, en Cerdeña, un religioso rompió el habitual silencio y comenzó a reír. Luego de ser reprendido, respondió que Dios le había hecho saber que el Padre Juan Antonio Solinas había sufrido “el más cruel martirio a manos de los salvajes de la América Meridional… Su alma ha volado directamente al cielo entre los beatos que ven a Dios cara a cara”. E hicieron un brindis.
La Beatificación
Desconocía la fecha de la beatificación por eso considero que poder participar de la celebración fue una gracia de Dios muy especial y como me encontraba en la casa de mis padres de vacaciones fue posible participar en este histórico acontecimiento y concelebrar en la Misa de Beatificación que fue realizada sábado 2 de julio en San Ramón de la Nueva Orán, provincia de Salta, por el cardenal Marcello Semeraro, prefecto del Dicasterio para las Causas de los Santos. Los principales concelebrantes fueron el nuncio apostólico en la Argentina, monseñor Miroslaw Adamczyk; el obispo de San Ramón de la Nueva Orán, monseñor Luis Antonio Scozzina OFM; y el arzobispo de Buenos Aires y cardenal primado de la Argentina, Mario Aurelio Poli.
En la homilía el Cardenal Semeraro destacó del beato Pedro, oriundo de Jujuy, que se trató de un “hombre para todas las épocas”. Es que a lo largo de su vida fue “testigo de Cristo en muchos estados de vida”. “Un testigo del proceso lo ha descrito como “buen político, buen marido y padre, y luego un excelente sacerdote, que conocía bien a los indios y los defendía, los bautizaba y cuidaba como cristianos”. Del beato Juan Antonio, italiano natural de Cerdeña, jesuita que desde su ordenación sacerdotal se entregó a la misión, relató que “testimonios han destacado su generosa entrega a sus necesidades, tanto espirituales como materiales; así como la atención pastoral en favor de los españoles, que habitaban en aquellas tierras”. Por fin, decía el Cardenal Semeraro: “Fue el impulso misionero el que los condujo hacia un encuentro mutuo. Juntos se pusieron al servicio del Evangelio y fueron fieles hasta el derramamiento de la sangre”; que el ejemplo de los mártires del norte argentino nos impulse a nunca ser esquivos a la “aventura misionera” inclusive hasta derramar la sangre.
“La sangre de los mártires es semilla de cristianos”
Sanguis martyrum, semen christianorum[3] Tertuliano.
Tito A. Paredes IVE
Misionero en Brasil
[1] San Agustín, cf. Sermo 335/E, 2: PLS 2, 781. [2] Cf. “Martiri Sensa Altare”, de Mons. Salvatore Bussu y la reseña del Pbro. Dr. Miguel Antonio Barriola para el Obispado de la Nueva Orán y el Obispado de Jujuy. [3] Tertuliano, Apol., 50, 13.





