Escribe la hna. Morada de Jesús, misionera en España. Algo que me quedó muy claro en el Estudiantado es que «allá donde el misionero va, lleva consigo a todo el Instituto». Por eso, querida Familia, quería compartir con vosotros la peregrinación que hicimos al Santuario de Fátima, la cual fue un mar de gracias para toda la Congregación.

El 11 de mayo nos juntamos en un pueblo a 21 km del Santuario y desde allí iniciamos la caminata, pidiendo a la Virgen la gracia del aumento de vocaciones en la Provincia y la pronta apertura de casas de formación en esta. El escuadrón lo formaban tres sacerdotes del IVE, unas veinte Servidoras y tres laicos: ¡pequeña representación de toda la Familia! Bajo la dirección de Tiago, tras seis horas de caminata, llegamos a los pies de Nuestra Señora.

Ella nos esperaba allí y, como buena y generosa Madre que es, fue mucho más lo que nos dio que lo que le ofrecimos.

Tuvimos Misa en el lugar donde nos hospedábamos, y en la homilía, el Padre Vicchi nos recordó que lo esencial de Fátima no es el lugar en sí, no es la aparición, sino el mensaje que dio la Virgen a los pastorcitos y, por ellos, a todos nosotros: «Oren, oren mucho y hagan sacrificios por los pecadores. Son muchas almas que van al infierno porque no hay quien se sacrifique y ruegue por ellas».

Cenamos temprano para poder después ir a rezar el Rosario internacional en la capilla de las apariciones. Es emocionante ver cómo día tras día, aunque hayan pasado más de 100 años, se reza con gran solemnidad esa oración tan querida y pedida por nuestra Madre, y ver cómo los peregrinos no cesan de pasar ante ella para implorar gracias y agradecer, «pues jamás se ha oído decir, que ninguno de los han acudido a vuestra protección, implorado vuestra asistencia y reclamado vuestro socorro, haya sido abandonado de Vos».

A la mañana siguiente fuimos a rezar el Via Crucis, pasando por el lugar donde el ángel se apareció a los pastorcitos y les dio la Santa Comunión.  Después fuimos a visitar sus casas. En la casa de Sor Lucía encontramos a su sobrina, que está siempre allí a la vista de los peregrinos para que ellos se acerquen y le pidan oraciones, y así ella se lo diga a su tía, con la que tiene contacto directo… ¡Así de disponibles tendríamos que estar también todos los religiosos para las almas que se nos encomiendan!

Por aquellos alrededores se apareció un ángel mientras los pastorcitos jugaban y les dijo: «¿Qué hacéis jugando? ¡Orad, orad…!». Y ese mensaje llega también hoy a nuestros oídos… ¡Qué bueno es Dios, que no se cansa de recordarnos lo esencial y procurar que no andemos distraídos!

Tras un rápido almuerzo nos dirigimos de nuevo al Santuario para conseguir un buen sitio en la procesión de antorchas. La espera bajo el sol valió la pena. En un abrir y cerrar de ojos la enorme explanada se llenó de personas, no entraba ya ni un alfiler, todos preparados para rezar a Nuestra Señora. Empezó el rezo del Santo Rosario y, al instante, apareció un mar de luces. Esa noche el Cielo estaba abierto de par en par. No podía ser de otro modo, pues miles de voces elevaban al unísono cincuenta Ave Marías con gran amor y confianza a Nuestra Madre. Imagino que los ángeles estaban bien ocupados llevando nuestras oraciones al Cielo, y que Jesús no podía negar nada a Su Madre de todo lo que pedía con gran ternura. Era imposible olvidar a las personas que nos habían pedido oraciones, parecía que la Virgen misma nos pedía que rogáramos por todas y cada una de ellas y, especialmente, por la Congregación.

En la procesión, un largo cortejo de sacerdotes y Obispos acompañaba a la Reina, que era llevada con gran majestuosidad en su anda repleta de flores. Cuando ya la traían de vuelta a la capilla de las apariciones, el maestro de ceremonias pidió silencio… y se hizo un silencio sepulcral. Humanamente ese silencio con tantas y tantas personas es inexplicable. Era el silencio ante la presencia de algo divino, sobrenatural y, a la vez, muy cercano.

Esa noche, la Virgen no estuvo sola en ningún momento.

La Misa del 13 de mayo inició de nuevo con la procesión de la Virgen por toda la plaza, siempre bien acompañada de los ministros de su Hijo. Al finalizar la Misa, se expuso el Santísimo Sacramento durante diez minutos más o menos y, de nuevo, se hizo un profundo silencio en toda la plaza. ¡Que venga alguien y se atreva a decir que eso es solo un trozo de pan…! ¿Quién puede callar y poner de rodillas en un segundo a tantos hombres y mujeres de tantas culturas y edades diversas?

En momentos así, se ve muy claro cómo Ella nos lleva a Jesús y, a la vez, cómo Él quiere llegar a los hombres a través de Ella.

Esta vez, para la procesión de regreso, los fieles saludaban a la Virgen con un pañuelo blanco, tristes por tener que despedirse de tan buena Madre, pero alegres por saberse sus hijos. Nos sentíamos todos en casa, era difícil marcharse.

De parte de la Familia Religiosa, quisimos regalarle 180 rosas por las vocaciones. Normalmente estas ofrendas las pueden entrar en la capilla una o dos personas. Nosotros éramos unos cuantos más, y queríamos entrar todos –como siempre. Así que primero le cantamos Virgen Madre de mi Dios, renovando así nuestra consagración y poniendo en sus manos a toda la Congregación; y, cuando llegó el momento de entrar, por aquellas cosas de la Providencia, el guarda tuvo que irse a solucionar algo. Entonces, entramos todos a la vez y aprovechamos para decirle nuestras últimas palabras… No hay duda que la Familia está bajo su manto.

Que Nuestra Señora de Fátima nos conceda esa sencillez y pureza de corazón de los pastorcitos, para que, con las pobres oraciones y sacrificios que cada día ofrecemos desde distintos puntos de misión, podamos consolar su Inmaculado Corazón y el de su querido Hijo; que lleguemos a entender cuán grave es el pecado, pues Dios tuvo que enviar a Su Madre a pedir a unos niños que ofrecieran su sufrimiento –mucho sufrimiento– en reparación; y que, por su intercesión, pronto se unan a nuestras filas generosas almas que colaboren a instaurar el reino de Cristo y del Inmaculado Corazón.

Hoy y siempre gritamos, ¡Totus Tuus, Maria!

Hna. María Morada de Jesús