«Cuando alguien no traiga una sonrisa, dale la tuya…»
Por: Madre María del Cenáculo Pérez, SSVM
Querida Familia Religiosa:
Escribo para todos esta pequeña crónica con algunas reflexiones, desde nuestra misión en Avondale.
El título de esta crónica son unas hermosas palabras que penetraron muy hondo en mi alma cuando Héctor las pronunció en una fiesta que tuvimos en la Parroquia San Roque. Héctor es un parroquiano y miembro de la Misión desde sus comienzos. Ha sido un miembro del Coro de la comunidad puertorriqueña por años y ahora es voluntario para organizar la llegada a las clases de catecismo, así como para recibir y despedir a los niños y familias que vienen. Cada día recibe a más de doscientos niños con su particular saludo de bienvenida y, por supuesto, con una sonrisa. Es así que uno ve muchas veces a papás cansados que vienen después de trabajar a traer a su niño a la doctrina, agobiados por el peso de la jornada y, sin embargo, ante el saludo y la sonrisa de Héctor cambian y él les hace “sacar su mejor sonrisa”, porque en realidad les da la suya.
Dice el Pastor de Hermas que «una persona alegre obra el bien, gusta de las cosas buenas y agrada a Dios»[1]. Cuán ciertas son estas palabras, pues ¡cuánto bien se puede hacer con una sonrisa, cuantas obras buenas se gana cada día Héctor, tesoros para el cielo!

En estos tiempos, no es tan fácil encontrar alegría en las personas. De hecho, se ha vuelto más bien algo excepcional. Es habitual encontrar aspereza, impaciencia, a veces hasta dureza y podemos ver normalmente a la gente con amargura y rostro disgustado. Esa especie de penosa tristeza o agobio que se ve en la calle, en las familias, incluso a veces en los mismo niños y jóvenes, es como si se hubiera convertido en algo habitual. Por eso, creo, esas palabras calaron muy hondo en mí.
Tal vez hoy más que nunca muchas personas apreciamos la alegría, por ejemplo, viendo a Madre Teresa de Calcuta, a muchos les podría llamar la atención su sonrisa y la alegría que salía de su alma mientras dedicaba sus cuidados a menesterosos y enfermos que todo el mundo rechazaba.
Como nos decía nuestro Padre Espiritual: «La alegría cristiana es una realidad que no se describe fácilmente, porque es espiritual y también forma parte del misterio. Quien verdaderamente cree que Jesús es el Verbo Encarnado, el Redentor del Hombre, no puede menos de experimentar en lo íntimo un sentido de alegría inmensa, que es consuelo, paz, abandono, resignación, gozo… ¡No apaguéis esta alegría que nace de la fe en Cristo crucificado y resucitado! ¡Testimoniad vuestra alegría! ¡Habituaos a gozar de esta alegría!»[2].
Efectivamente, la alegría cristiana no es fácil de describir y es misteriosa. Pero los cristianos, y en particular los religiosos, tenemos un motivo fundamental para estar alegres: «Somos hijos de Dios y nada nos debe turbar; ni la misma muerte. Para la verdadera alegría nunca son definitivas ni determinantes las circunstancias que nos rodeen, porque está fundamentada en la fidelidad a Dios, en el cumplimiento del deber, en abrazar la Cruz. Solo en Cristo se encuentra el verdadero sentido de la vida personal y la clave de la historia humana. La alegría es uno de los más poderosos aliados que tenemos para alcanzar la victoria. Este gran bien solo lo perdemos por el alejamiento de Dios (el pecado, la tibieza, el egoísmo de pensar en nosotros mismos), o cuando no aceptamos la Cruz, que nos llega de diversas formas: dolor, enfermedad, contradicción, cambio de planes, humillaciones. La tristeza hace mucho daño en nosotros y en los demás. Es una planta dañina que debemos arrancar en cuanto aparece, con la confesión, con el olvido de sí mismo y con la oración confiada»[3].
En mi vida religiosa he tenido la oportunidad de conocer a muchas hermanas en formación y que se preparan para ser misioneras. He podido hablar con ellas de sus familias y del llamado a su vocación. Particularmente me impresionó la gran cantidad de hermanas que, si bien nos conocieron en algún campamento, o Jornada, etc., descubrieron su vocación por la alegría y el testimonio de generosidad de las religiosas que las asistían. Una de ellas me contó: «Una vez, escuchando a la hermana María… contando su vocación con tanta alegría, me dije interiormente: “Yo quiero ser feliz como ella”…, y aquí estoy». Esto me dejó pensando en la importancia del testimonio de la alegría…, pero de la alegría de la Cruz y en la Cruz.
Esta alegría que transmiten los religiosos se debe a que no apagaron el gozo que nace de la fe en Cristo Crucificado, como nos exhortaba nuestro amado Papa Juan Pablo II en el discurso citado anteriormente. La Cruz de Cristo «es siempre alegría, y si no se vive en la alegría podrá ser cruz, pero no será nunca de Cristo»[4]. Por eso creo que, si los consagrados transmitimos la alegría verdadera, nuestro testimonio cambiará los rostros de dolor y agobio y sacaremos una sonrisa a las familias, a los niños y jóvenes a quienes tenemos en nuestros apostolados y misiones. Y más aún, será testimonio que despertará en los jóvenes el deseo de seguir a Jesús, el Verbo Encarnado.
No podemos hablar de la alegría sin hablar de la Cruz, porque es la ofrenda que hizo el Señor de su propia vida por nuestra redención y que cobra un papel fundamental para nuestras vidas. Sufriremos, lloraremos, tendremos momentos de dolor, pero toda cruz, toda dificultad, tendrá un sentido, si lo llevamos a ejemplo de Jesucristo. La Cruz, gran misterio, es el trono de la alegría, porque el Verbo Encarnado transformó en ella ¡el dolor en gozo, la pena en júbilo, la muerte en resurrección!
Esto lo podemos vivir en nuestras propias misiones; llevando las cruces cotidianas, la cruz a veces del cansancio después de una larga jornada con niños y jóvenes en las clases de catecismo y oratorios, la cruz de la fidelidad en las pequeñas cosas de cada día. Y transformarlas en gozo y alegría, sabiendo transmitirlas con una sonrisa que contagie. No hace mucho tiempo un hombre de la parroquia me contó: «El otro día le dije a mi esposa: “me gusta venir a la parroquia porque cuando veo a tal hermana me cambia el día, su sonrisa me llena de fuerzas”».
Volviendo a Héctor, es un hombre que emigró de Puerto Rico a USA en busca de un mejor estilo de vida para su familia. Tiene tres hijas, ocho nietos y una bisnieta. Es un hombre sencillo, muy trabajador, generoso: regala a Dios tres días de la semana de su tiempo por más de tres horas, aunque llueva, nieve, esté cayendo hielo o haga un calor abrasador, recibiendo a los niños y a sus padres con su habitual sonrisa y haciendo que todo circule normalmente para que nosotras podamos comenzar con nuestras clases de catecismo. Puedo decir con toda certeza que su apostolado de la alegría es convincente, porque es un testimonio directo de quien se ha olvidado de sus propios problemas para preocuparse de los demás, y muy especialmente por haber puesto su corazón en Dios.

Que María Santísima, Causa de nuestra Alegría, nos conceda la gracia de poder «dar nuestra sonrisa a aquellos que no la tienen» y que seamos testimonios vivientes de la alegría de la Cruz.
Madre María del Cenáculo Pérez
30 de marzo de 2023
[1] PASTOR DE HERMAS, Mand. 10, 1.
[2] SAN JUAN PABLO II. (1979, 24 de noviembre). Discurso a la Peregrinación comunitaria y Oficial de la Arquidiócesis de Nápoles. Recuperado de: https://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/speeches/1979/march/documents/hf_jp-ii_spe_19790324_arcidiocesi-napoli.pdf
[3] FRANCISCO FERNÁNDEZ CARVAJAL, Hablar con Dios, Sáb. 2ª sem. del T. O.
[4] Ibidem





