Por: P. Diego Cano, IVE
Kangeme, diócesis de Kahama, Tanzania, 13 de Mayo de 2022.
Día de la Virgen de Fátima
No importa ya cuando sucedió lo que quiero contarles, sino que se trata de una historia real, con nombre, que es lo que muchos agradecen. Se agradece porque a veces estas historias les ponen un rostro concreto a nuestras oraciones y sacrificios, como alguna vez lo expresé hace mucho tiempo en una crónica. Hoy es el día de la Virgen de Fátima, y ella nos pidió muchas veces que recemos por los pecadores “Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores”, y que pidamos en cada misterio del rosario “lleva todas las almas al Cielo, especialmente las más necesitadas”. Parece que estas historias responden a esas oraciones.
Llegan un día a la casa parroquial dos personas a buscar al sacerdote para que vaya a dar los sacramentos a una abuela que está muy mal. Vienen de la aldea de Makondeko. Esta aldea queda hacia el sur, y el acceso es complicado, aún en tiempo de sequía, hay que dar una gran rodeo, pero en esta época, en que el paso por el río está cortado, es mucho más complicado todavía. Hice todas las preguntas del caso, para saber quién era esta persona, si estaba en estado grave, y si era católica bautizada, si podía recibir los sacramentos, etc. Pero de todas formas, siempre necesito que el catequista del lugar se llegue hasta la casa, para tener una noticia más exacta de todo eso. Intento enviar mensajes de texto, y llamar a los contactos que tengo de esa zona en el teléfono, y nada. La comunicación por medio de mensajes de texto de teléfono es muy imprecisa, llenos de errores de tipeo (de ambas partes), e incompletos. La dificultad de la comunicación con esa zona es importante, pues sucede que no hay buena señal de celular, y hasta para las llamadas es difícil entenderse. Sumemos que el catequista tampoco tiene teléfono, y pide prestado siempre que manda mensajes, y nosotros no podemos saber nunca quién escribe.
En fin, decido escribir una carta de puño y letra para pedir a Nikodemo, el catequista, que vaya a ver a esta señora. A la noche me envía mensajes desde un número desconocido, y me dice que es necesario ir a verla, con cierta urgencia, pues la enferma misma se sentía muy débil. Debí tomar la decisión de ir el domingo por la tarde, aunque los domingos todos los sacerdotes tenemos muchas actividades y misas. El viaje es largo, y hay que calcular el tiempo de ida y regreso para que no se haga de noche. Y otro factor a tener en cuenta son las lluvias que amenazaban a cada momento en esos días.
Una opción de viaje es la moto, pero me vi ante la dificultad de que no la manejo, y necesito que alguien me lleve. Debía buscar quién pudiera hacerlo. Ir en moto tiene la ventaja de que es más rápido, y hasta se puede ir por el camino corto, el del río. Sin embargo, miraba el cielo que estaba amenazando con muchas lluvias por todas partes, con truenos que se escuchaban muy cerca, y pensé que comenzar un viaje así de largo con esa dificultad sería más penoso de lo que me imaginaba sin nos agarraba un aguacero en medio de la nada. La segunda opción es el vehículo, camioneta o auto, pero con la condición de dar todo el giro, que hasta Makondeko son casi 50 km, casi la mitad por caminos muy malos. Yo contaba en ese momento con el auto pequeño, pues los otros sacerdotes estaban ocupando los vehículos grandes, y además pensaba en el gasto que significa ir con las camionetas. En fin, tomé medio riesgo, es decir, seguro en el auto por si llueve, pero con el vehículo pequeño sin saber si pasaría por todos los pasos complicados del camino.
Traté de no demorarme, y le dije al catequista que me esperara en el camino, en Mwendakulima, de donde es él, para que me guíe hasta la casa de la enferma en Makondeko. Llevando la eucaristía en mi pecho, y rezando el rosario, el viaje por esos lugares tan hermosos se hace muy agradable. El traqueteo del vehículo se puede llamar “silencio” también.
Todo salió perfectamente coordinado, pues apenas llegué al “centro” de Mwendakulima, es decir, donde se cruzan dos caminos y hay algunas casas, estaba Nikodemo esperando. Seguimos charlando en el vehículo y me puso más al tanto de la enferma, una viejita de más de 80 años, que tenía todos los sacramentos y que estaba consciente. En algunos lugares debimos bajarnos a poner piedras para que el auto no quede colgado entre los bordes de un arroyo seco que se había llevado el camino, en otros lugares pasamos con mucho cuidado, y en alguna otra parte avanzamos tocando un poco con la panza del vehículo en la tierra… pero llegamos Makondeko donde nos miraban asombradísimos, pues nunca llega un vehículo a ese lugar. Los caminos ya no permiten más transporte que el de las motocicletas… y ahí habíamos llegado con el autito.
El catequista me dijo que tal vez tendríamos que dejar el vehículo en el camino y seguir caminando hasta la casa de la viejita, pues era un camino muy angosto y con grandes rocas. Le dije que intentemos avanzar hasta donde se pueda, porque no sabía bien la distancia a caminar, y hay que calcular la ida y la vuelta, y la tormenta que amenazaba. Fue providencial haber venido con el vehículo pequeño, pues pasábamos por debajo de miles de árboles con las ramas bajas, que nos hubiera sido imposible en cualquiera de las otras camionetas de la misión. Así anduvimos por un estrecho sendero flanqueado de árboles y de arbustos espinudos, unos tres kilómetros. Llegamos hasta la casa, gracias a Dios.
La casa sumamente pobre y pequeña, como todas las casas de la zona. Todos los que vivían allí eran paganos, a excepción de dos hijas de la abuela, una de ellas identifiqué que fue la que se llegó hasta Ushetu dos días antes. Los hombres que estaban afuera nos recibieron con sus saludos en sukuma y nos pusieron las banquetas pequeñas debajo de una sombra. Ellos muy sorprendidos de que el padre llegue hasta allí, y más si es un “mzungu”. A la abuela la estaban bañando y debimos esperar. A la pobre la higienizaban detrás de la casa, como es normal para todos aquí, pero yo pensaba en el frío que da el “ducharse” al aire libre, con el viento fresco, y tal vez por eso se escuchaban gemidos de la pobre abuelita. A los pocos minutos la trasladan entre dos personas, con muy poco cuidado, una de las hijas tomando debajo de los brazos, y la otra de los pies. La ponen sobre el colchón que estaba en el piso. En la habitación entraba el colchón y la silla al costado y listo. No había ventanas.
Comenzamos a charlar un poco y realmente la abuela estaba muy consciente. Respondía perfecta y claramente a las preguntas. Me dijo que se llamaba Cecilia. Sin más demoras, pues hay que contar el tiempo de regreso hasta la misión, la confesé. Luego, con la participación de todos los demás miembros de la familia le administré la unción de los enfermos y la comunión. También pude darle la indulgencia plenaria en peligro de muerte, y la dejé lista como me gustaría a mí poder llegar a ese momento.
En mi bolsillo tenía un rosario de los que hace mi hermana que es religiosa, la Hna Virgine. Ella los hace desde casa participando de esta misión, y yo siempre se los regalo a los enfermos, para que recen por nosotros. Le explico a la abuela que lo hizo mi hermana, que es monjita, y mirándome me pregunta: ¿Cómo se llama su hermana? Me resultó muy simpático, que estuviera tan lúcida. Antes de despedirme traté de decirle algunas palabras de aliento, pues se quedaba allí, y uno no tiene la posibilidad de poder acompañarlos un poco más. Le dije las palabras que aprendí del P. Segundo Llorente, que les solía decir él a los enfermos que se acercaban a la muerte, palabras de mucho aliento como por ejemplo “piense que pronto va a ver a Dios cara a cara, que va a estar allí junto con la Virgen y todos los santos, donde ya no hay más sufrimiento sino sólo gozar y alegrarse…”, etc. Parece que todo se entiende perfectamente, los cristianos como lo más natural, los paganos escuchando con gran atención. A veces parece que estas palabras dichas en esos momentos, junto con el ejemplo de que el sacerdote va hasta el lecho del agonizante, esté donde esté, les lleva a algunos paganos a pedir que venga el sacerdote cuando se ven en ese trance decisivo.
Comenzamos el regreso, y el viaje fue tan bueno como la ida. Salimos de los caminos complicados antes de que llegue la lluvia, y llegué a Ushetu pasando por algunas tormentas no muy grandes, pero antes de que se hiciera de noche. Con gran satisfacción recibí la noticia del catequista que tres días después Cecilia había entrado en la gloria de los santos con gran paz, de ella y de los que la acompañaban.
Hay pocas fotos del evento… el resto, se lo podrán imaginar.
¡Firmes en la brecha!
P. Diego Cano, IVE.





