Queridos todos en el Verbo Encarnado:

No sé si se acordarán que el año pasado mandé un escrito sobre el estudio del idioma, uno de los clavos del misionero de los que habla el P. Segundo Llorente S. J. Ahora quería mandar algo referido a una de las alegrías del misionero, que trae el P. Carrascal en su libro Si vas a ser misionero.

En un capítulo de este libro[1] el padre habla acerca de las alegrías del misionero y nombra como una de ellas, en primer lugar, el hecho de haber dejado todas las cosas por Jesucristo. El dice : Nadie, en efecto, como el misionero puede decir que ha dejado tan del todo y para siempre el padre y la madre, hermanos y hermanas por Jesucristo”. Y siguiendo con esta idea dice que el misionero a dejado incluso algo que el Señor, en aquellas palabras del evangelio con las que se dirige a quienes lo han dejado todo por Él (cf. Mc. 10, 28ss.), no indica explícitamente. Esto es, que el misionero también “a dejado su patria, su lengua y se ha dejado sobre todo a sí mismo. Esta es una de las grandes alegrías del misionero, renunciar a todas las cosas por Jesucristo.

 

Cristo sonriente de Javier
Cristo sonriente de Javier

Es cierto que “todo” lo que hemos dejado es nada en comparación con el «despojo» de la Encarnación, que Dios quiso asumir por nosotros, hasta el punto de morir en la Cruz… pero al fin y al cabo es “todo” lo que tenemos y eso se lo hemos dado. Citando al P. Carrascal: “Todo lo que el mundo ofrece; todo lo que el corazón sueña; todo lo que los sentidos bus­can; todo lo que en la vida más nos lisonjea; todo lo que es nombre y gloria, brillo y entusiasmo, «todo». Porque misiones es destierro de la patria y de la familia. Misiones es trabajo rudo y desagrada­ble de roturación. Misiones es soledad. Y es lengua nueva, menta­lidad distinta. Y es seguimiento de pocos. Todo lo hemos dejado”.

Esto, obviamente, no es para agrandarse o para creerse que ya está todo hecho, porque como sigue comentando este misionero, el renunciar a todo por Dios es más bien un don suyo que mérito nuestro, obra de su gracia, e incluso aunque renunciemos a todo siempre quedaremos en deuda con Dios. De todos modos, sirve recordarlo, a esto apunta esta idea, para cobrar ánimo frecuentemente de esta realidad y renovar nuestra entrega a Dios cada día con mayor generosidad.

Algo importante que marca el Padre y que cité al principio es el hecho de que el misionero se ha dejado especialmente a sí mismo. En esto, me parece, estará la clave de que nuestra alegría en la misión permanezca. El dejar la patria, la familia, los amigos, etc., ya lo hemos hecho, pero el dejarnos a nosotros mismos es algo que debemos renovar siempre, sin importar el lugar donde nos toque misionar. Dejar de lado nuestros pensamientos, nuestros planes, nuestros caprichos, nuestros juicios, nuestros gustos, nuestras comodidades, nuestra propia voluntad para cumplir la de Dios, es algo para trabajar toda nuestra vida de misioneros y, aunque suene contradictorio o medio rebuscado, será siempre fuente de gran alegría para nosotros. Renunciándonos a nosotros mismos es como alcanzaremos la santidad, si a eso aspiramos, y daremos mayor fruto en la misión también, porque esto significa dejar obrar más a Dios en nuestra alma y menos a nosotros. Por algo será que el padre lo indica, parece no ser un detalle. Es lo que Cristo pide en el Evangelio: renuncia a ti mismo, carga con tu Cruz y sígueme (Mt. 16, 24; Mc. 8, 34; Lc. 9, 23ss.).

Decía san Francisco de Asís en un diálogo con el hermano León: «La santidad no es un cumplimiento de sí mismo, ni una plenitud que se da. Es, en primer lugar, un vacío que se descubre, y que se acepta, y que Dios viene a llenar en la medida en que uno se abre a su plenitud. Mira, Hermano León, nuestra nada, si se acepta, se hace el espacio libre en que Dios en que Dios puede crear todavía. El Señor no se deja arrebatar su gloria por nadie. Él es el Señor, el Único, el Santo. Pero coge al pobre por la mano, le saca de su barro y le hace sentar sobre los príncipes de su pueblo para que vea su gloria»[2]. Esto es lo que hace Dios con aquel que descubre ese vacío en sí mismo, con humildad y alegría.

Tendremos que luchar, entonces, contra nosotros día a día para que la alegría de haber renunciado a todo por el Señor siga estando latente y no se convierta en amargura.

Esta alegría que hemos comentado, obviamente, no es la única que experimenta quien ha venido a la misión, pero es ciertamente muy profunda e íntima, gracias a la cual podemos decirle a Cristo “en medio de nuestra pequeñez, en medio de nuestras inconsecuencias, en medio de los mil desquites de nuestro eterno «barro mortal»: Lo hemos dejado todo por Ti”.

Por eso, es algo bien cierto lo que decía el P. Llorente: “Es un error imaginarse al misionero medio destrozado por las fatigas, triste, suspirando ayes continuamente y hecho una miseria”[3], ya que tenemos muchos motivos para alegrarnos de nuestra vocación. Y además, como él continúa diciendo: “Dios está con el misionero que lo es por vocación y obediencia y le hace alegre la vida”[4].

Me parecía bueno comentar un poco esto para recordar una vez más este hecho tan valioso de haber dejado todo por Cristo, que a la vez es fuente de especial alegría para nosotros.

Dios quiera que tengamos la gracia de mantener siempre vivo el entusiasmo y alegría de servir a Nuestro Señor en tierra de misión, y si así Él lo quiere, de dar mucho fruto y hacer que muchas almas lo conozcan.

Unidos en las oraciones.

En Cristo y María.

Desde Tayikistán,

P. Esteban Curutchet, IVE

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[1]Si vas a ser misionero,  VI- Las alegrías del Misionero, P. Juan Carrascal, S. J., Editorial SAL TERRAE, Santander, España, 1957.

[2] Sabiduría de un pobre, Eloí Leclerc, Ed. Marova, págs. 129-130.

[3] Cuarenta años en el círculo Polar, P. Segundo Llorente, S. J., Ed. Sígueme, Salamanca 2004, 47, págs. 341.

[4] Idem.