Estas palabras del salmo se pueden aplicar a la vida de Monseñor Jacinto Adriano Wong Romero, sacerdote residente de la “Casa del Sacerdote”, en Mérida Yucatán, México. Un hombre que vivió el espíritu de las bienaventuranzas.
El padre Wong, vivió con alegría y entrega generosa su vida sacerdotal. Era hijo de padre chino y madre mexicana, fue el único sacerdote en su familia. Al preguntarle como descubrió su vocación, nos dijo simplemente que su mamá se lo había propuesto, y que ella rezaba mucho por eso, así que viendo que esa era la voluntad de Dios pidió el ingreso al seminario de la arquidiócesis.
El padre nació el día 8 de septiembre de 1918, fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen María, y voló al cielo el 25 de marzo del año pasado, solemnidad de la Anunciación, cuando faltaban pocos meses para que cumpliera los 100 años.
Una de sus sobrinas nos decía que cuando el padre visitaba la familia, era tratado con mucho respeto y cariño, pues siempre tenían presente su dignidad sacerdotal. Nos dijo que ya no era simplemente un hijo, sino un hijo sacerdote. Mostraba siempre una gran preocupación por la conversión del pueblo chino, intención por la cual rezaba especialmente durante el rezo del Santo Rosario.
Fue el primer sacerdote enviado al puerto de Chicxulub, legendario lugar donde hace aproximadamente 65 millones de años cayó un meteorito, que produjo la extinción masiva de los dinosaurios. El padre, junto con los pescadores del lugar instituyó una peregrinación en bote con la Virgen de la Asunción, patrona del puerto, la cual se sigue llevando a cabo hasta el presente.
El padre Wong se distinguió por su exquisita caridad, especialmente para con los pobres y necesitados, siempre compartía sus bienes con ellos, en muchas ocasiones no guardando nada para sí. Una de sus grandes preocupaciones era ayudar al que no tiene. Era muy alegre y mostraba mucha disponibilidad para atender a las numerosas visitas que tenía; algunos venían a confesarse, a buscar un consejo, o simplemente a visitar a su antiguo párroco y amigo. Venían a visitarlo personas de muchos lugares de Yucatán donde el padre había estado antes, especialmente para el día de su cumpleaños. Ese día, por lo general, él tenía que celebrar la Santa Misa en el patio, pues era tanta la gente que no entraban en la capilla.
Era muy fervoroso en la oración. Para él era de suma importancia el cumplir con sus deberes de estado, especialmente el rezo del Breviario. Por su avanzada edad tenía muy poca visibilidad. Esto le preocupaba porque no lograba leer el oficio divino; así que, nos dimos a la tarea de enseñarle a rezar usando un ordenador que le ayudaba a distinguir las letras. Él, con mucha paciencia, aprendió a usarlo, dándole mucha alegría el poder rezar solo. Los sacerdotes que visitaban la casa quedaban muy edificados de ver la devoción con la que el padre rezaba. En algunas ocasiones le pedimos oraciones por algún enfermo que estaba lejos, y él le mandaba la bendición e inmediatamente se ponía a rezar.
Al padre se le pueden aplicar las palabras del Decreto Presbyterorum ordinis del Concilio Vaticano ll: “La santidad de los presbíteros contribuye poderosamente al cumplimiento fructuoso del propio ministerio, porque aunque la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación, también por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere, por ley ordinaria, manifestar sus maravillas por medio de quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y su santidad de vida pueden decir con el Apóstol: Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo que vive en mi”.
Fue un gran ejemplo de paciencia y docilidad, ya que cuando tenía 97 años tuvo una fractura de fémur, que lo dejo inmóvil por un tiempo. Él siempre rezaba y unía sus dolores a los de Cristo. Por las noches pasaba mucho tiempo con la mano derecha en alto en señal de bendición, pues soñaba que estaba en el confesionario e impartía la absolución.
Cuando le preguntábamos como le gustaría alguna cosa, siempre nos decía “Como tú quieras, así lo haremos”, y por más que insistíamos él respondía siempre lo mismo. Era muy edificante ver también la obediencia y el respeto que mostraba por sus superiores, siempre se preparaba para tener con ellos una buena conversación y escuchar atentamente la plática. Una vez nos pidió que no le pusiéramos cerca del Sr. Arzobispo durante la comida, pues él ya no tenía fuerza en las manos para servirlo. Esto nos llenó de admiración, de ver cómo humildemente reconocía sus debilidades físicas.
El padre era muy alegre; no faltaban momentos en los que hacía brillar su chispa, haciendo reír a todos los que lo escuchaban. Mostraba también su buen espíritu participando en las distintas actividades que organizábamos como pastorelas, concursos, día de todos los santos, etc. Tenía una predilección por la música y la poesía, le gustaba mucho cantar las canciones típicas de su tierra.
Durante los últimos años de vida del padre, algunos jóvenes enfermeros nos ayudaron a cuidarlo. Hacían turnos para venir todas las noches. Cuando llegaban, le hacían hacer ejercicios de rutina y terapias de rehabilitación. El padre hacía todo sin quejarse. En su funeral, uno de estos jóvenes nos dijo con lágrimas que nos solo se había ido un paciente, sino un verdadero amigo.
El día anterior a su partida nos celebró la última Santa Misa, pues lo había prometido como regalo para nosotras por la Fiesta de San José. Cabe señalar que ya no podía celebrar la Santa Misa solo, por sus debilidades físicas, pero sabía todo de memoria. Siempre estuvo lúcido hasta que comenzó su agonía.
Su vida y su muerte serena fueron de ejemplo para los que lo asistimos, ya que tenemos la firme esperanza de tener un intercesor más en el cielo. He aquí un hermoso poema que le gustaba recitar:
Sembrad
«Sin saber quién recoge, sembrad,
serenos, sin prisas,
las buenas palabras, acciones, sonrisas…
Sin saber quién recoge, dejad
que se lleven la siembra las brisas.
Con un gesto que ahuyenta el temor
abarcad la tierra,
en ella se encierra
la gran esperanza para el sembrador.
¡Abarcad la tierra!
No os importe no ver germinar
el don de alegría;
sin melancolía
dejad al capricho del viento volar
la siembra de un día.
Brindará la tierra su fruto en agraz,
Otros segadores
Cortaran las flores…
¡Pero habré cumplido mi deber de paz, mi misión de amores!”
(Sor Cristina de Arteaga)
Descanse en paz Monseñor Wong.
Hna. Maria V. de Anáhuac SSVM